jueves, 18 de octubre de 2012

martes, 16 de octubre de 2012 - Susi on the Rock

Subimos a la primera planta y entramos en el jardín del edén. ¡Guauu! Aquello era impresionante, nunca había visto nada igual. Y ¿quién era Janis Joplin? .

- ¿Te gusta? ¿Te sientes mejor?

Pues sí, me siento mejor, pensé para mí, mientras él atendía una llamada telefónica.

No puedo describir la sensación de serenidad que me transmitió aquel espacio limpio, diáfano, acogedor. La verdad es que me tranquilicé bastante, dejé de sudar y decidí curiosear mientras Erick seguía con el móvil en la oreja. Me descubrí llamándolo por su nombre, y no tío o tipo. Me gustó la sensación. Hasta el momento, él se había portado de una forma bastante delicada dada la situación. Pensé en lo agobiante de mi actitud; no debió ser fácil para Erick aguantar el tirón en esa primera cita. Pero lo hizo y muy bien. Se ganó toda mi confianza. Me sentía cómoda y el ambiente que se respiraba en el apartamento me ayudó bastante.

La luz entraba directamente de una celosía que se extendía por toda la pared del fondo. El efecto sobre la estancia era alucinante: la luz dibujaba en el aire halos paralelos que morían en el suelo donde formaban cuadrados perfectos, alineados matemáticamente. Pensé en un tablero de ajedrez y me vi a mí misma como la figura de un juego improvisado. Siempre me gustó el alfil y su movimiento en diagonal, ese andar a destajo sin más limitación que la que te impone el camino, la libertad de violar las cuatro coordenadas. Me acordé de la yenka, un baile con tufillo a rancio que había visto bailar a mis padres en las bodas: izquierda izquierda, derecha derecha, delante y detrás, un dos tres... Y todos haciendo lo mismo, como autómatas desquiciados con un chute extra de pilas duracell.

Él seguía al teléfono de espaldas a mí. Pensé cómo sería besarlo, hacerme dueña de sus sueños, vivir a su lado en aquel apartamento maravilloso. Mike había perdido su oportunidad. Sí, la había perdido. Después de todo, Mike era un chiquillo, y para el amor se necesita un hombre de verdad, no un imberbe apostado en la barra de un bar con una pajita en la boca. Eso es lo que nos habían enseñado; eso es lo que veíamos a diario en las películas, en los anuncios de televisión; eso es lo que habíamos leído en las novelas románticas. El malo perdía la batalla, pero ganaba el corazón.

Acababa de conocer a Erick y ya le había buscado un hueco preferente en mi pensamiento. Del miedo a la adoración en unos escasos quince minutos, un tiempo ridículo en comparación con las horas, los días, las semanas que había perseguido con la mirada a Mike, que había soñado con él, que había anhelado un desliz, una señal, una confesión.

Erick colgó el teléfono y se me acercó:

- Hablemos .

De la mano, me llevó hacia el espectacular sofá negro de terciopelo en forma de u y me sentó. Él cogió el mando a distancia y encendió la tele. Al poco estábamos viendo vídeos de youtube. La chica que cantaba desgañitada era Janis Joplin, el ejemplo a seguir, la diosa en el Olimpo del rock.

No me era desconocida, reconocí algunos temas. Mi padre tenía un cd que yo había escuchado por la curiosidad de ponerle voz a esa chica emplumada y colorida de la portada. Y me había gustado, más o menos; pero seguía sin entender la relación entre Erick, Janis y yo. Menos aún qué demonios tenían que autorizar mis padres. Le pregunté directamente.

- No recordaba su nombre, me suenan algunas canciones, pero ¿qué tengo yo que ver con ella?

- Vas a ser nuestra Janis, Susi. Tienes todo lo necesario para convertirte en una estrella de rock, ya te lo he dicho antes.

Sí, ya, eso de la cara perfecta, misterio, tragedia en mi rostro.

- Pero yo no sé cantar.

- Sabes cantar. No te puedes imaginar lo fácil que es trabajar la voz para tener el tono adecuado. Luego, nosotros hacemos el resto.
- Creo que no voy a poder, todo esto es ridículo, Erick.

Había pronunciado su nombre dando por hecho que algo más que una posible y futura relación laboral me ligaba a él. Estaba relajada, lista para aceptar cualquier cosa y Erick lo sabía. Sólo hacía falta un empujón sobre los cojines de terciopelo y una lengua en mi boca. En ese momento supe que podía cantar, podía bailar, podía llevarme toda la vida enganchada en esa boca, enredada en su lengua, con plumas  y collares de colores.

- Susi on the rock – dije sin aliento.

Erick se retiró de mi boca y dijo:

- Susi on the rock... Eres genial.

Y siguió mordisqueándome, persiguiendo mi lengua sin descanso, asfixiando con su cuerpo las dudas que aún pudieran poblar mi sentido común.

jueves, 11 de octubre de 2012 - ¿Conoces a Janis Joplin?


¿Qué ocurre cuando una tiene enfrente al chico bueno y los ojos se le van extraviados hacia atrás, a la barra del bar donde se apoya arrogante el malo de la película? Aparte de convertirse en la niña del exorcista, una hace el ridículo. Al principio da igual. Después de todo, qué no estamos dispuestos a perder por alcanzar ese momento mágico que dé sentido a nuestra aburrida vida. 

Ahí estaba yo, emulando a la fiera con ojos de carnero; valorando el material que me regalaba la noche, sin más. Junior acaparaba la conversación con vehemencia para dar crédito a unas hechuras nada deseables, las suyas; Mike sorbiendo su cocacola con la pajita y siguiendo el ritmo de la música con el pié; y el desconocido, echando el ojo a todas las tipas de su alrededor con cara de lobo hambriento.

Debí largarme en ese momento. Estas son las situaciones que me obligaban a viajar al otro mundo, a saltar adentro del espejo. Odio las pantomimas. 

Pero no me fui. Me quedé chupeteándome el dedo  y el lobo me alcanzó.

- Hola.

El tipo se me acercó con toda su chulería.

- Hola.
- ¿Cómo te llamas?
- Susi.
- Mi nombre es Erick. Soy productor musical. Me gusta tu cara. 

Sólo eso. Se largó, pero antes me tendió una tarjeta con un número de teléfono que yo marqué cuatro días más tarde. 

Erick había dicho que le gustaba mi cara. Esa tontería me persiguió hora tras hora hasta que volví a escuchar su voz. No sé si le conté a mis amigas el incidente del bar. Hay muchas lagunas en mi memoria. Esos días los pasé mirándome en el espejo y recordando con vehemencia esas palabras que se estaban convirtiendo en una letanía: me gusta tu cara. 

A mí no.

Ahora tengo la certeza de que la búsqueda que inicié más tarde estuvo guiada por esas palabras. 

- Dime.
- Hola, soy Susi.
- ¿Susi?
- Sí, Susi. Nos vimos el viernes por la noche en el río. Me diste tu tarjeta –hice un esfuerzo por parecer natural, pero me tembló la voz.
- ¡Ah!  esa Susi. Qué bien que hayas llamado. Pensé que pasabas de mí.
- Bueno, es que he estado liada…
- ¿Te puedo ver? Para hablar.
- Claro.
- Esta tarde, a las siete, en la plaza de la Gavidia.
- En la plaza.
- Sí, mujer, tengo la oficina al lado. Tomamos un café y después podemos subir.
- Vale, a las siete en la Gavidia.

A las siete de la tarde, en la plaza de la Gavidia, me comió un lobo el 15 de agosto del año 2004.

Podría no haber llamado, no haber ido, no haber aceptado. Podría no haber hecho de matahari en la barra de aquel bar. Podría no haber sido tan estúpida. Podría... Quise ser Alicia y me convertí en Caperucita; sin cesta, sin madre, sin abuelita; sólo yo, el lobo, y un cazador agazapado detrás de la puerta, observando imperturbable la escena de la gran comilona; un cazador que sacó su arma cuatro años después poniendo fin al cuento que estaba a punto de escribirse.

Me puse un vestido negro ajustado, muy corto. Quería impresionar, parecer mayor, una mujer a la altura de sus afilados dientes.  Unas sandalias con algo de tacón, un repaso a mi paliducha boca con el rojo tomate de mi madre, y los nervios exprimiéndome el estómago finiquitaron el arreglo. Estaba preparada para encontrarme con aquél al que le gustaba mi cara.

- Hola Susi.
- Hola.
- ¿Te apetece tomar algo? Estoy muerto por una copa.
- De acuerdo.

Fuimos a la cafetería que está enfrente del corte inglés y nos acercamos a la barra. No había nadie en el local: a las siete de la tarde, un mes de agosto en Sevilla, la gente está escondida. De hecho, yo me hubiera escondido en ese momento, porque después de pedir una cocacola para mí y un jb para él, el tío impresionante se me quedó mirando fijamente.  No sabía dónde meterme, me puse muy nerviosa.

- ¿Qué haces?
- ¿Qué hago de qué?
- Te estás balanceando.

Es una costumbre. Lo del balanceo. Cuando estoy nerviosa, o cortada me balanceo: pongo un pie encima del otro y me muevo a derecha e izquierda; la falta de equilibrio hace que me concentre en no caerme y me olvido de la situación incómoda. Protección nada más.

- Estás nerviosa ¿te doy miedo? ¿qué  edad tienes?
- ¡Uf! Vale, estoy nerviosa, me pones nerviosa. Y tengo 17 años -tenía que recuperarme, no ser tan previsible, reavivar mi genio, si es que lo he tenido alguna vez.
- No te preocupes mujer, soy inofensivo. Venga, relájate, tómate la copa y subimos a mi estudio.

Y vuelta al balanceo.

- Mira, cuando te vi pensé que eras la chica que estaba buscando. Tienes la cara perfecta. Me gusta ese halo de misterio, de tragedia, que veo en tu rostro. Ahora subimos y te explico con detalle. Primero quiero que tú tengas claro de qué se trata y me digas si estás por la labor. Después, si aceptas, hablamos con tus padres. 

¿Hablar con mis padres? ¿Misterio? ¿De qué está hablando este tío? Caminamos hacia la calle Cardenal Spínola, donde se encontraba su estudio. La fachada de la casa donde nos metimos estaba para el arrastre. Me sentí muy angustiada, no entendía nada de lo que estaba pasando, y encima, ese lugar tan cutre. Empezaron a sudarme las manos y algo debió notar en mi cara al entrar en el portal que se paró en seco, puso sus manos sobre mis hombros y me dijo:

- Susi, tranquilízate, no pasa nada. Ya verás cómo te gusta lo que te voy a contar. No debes temerme, voy a ser tu mejor amigo. ¿Conoces a Janis Joplin?

miércoles, 17 de octubre de 2012

lunes, 1 de octubre de 2012 - El vendedor de sueños


El vendedor de sueños me ofreció una página en blanco. Fue como un juego, sólo tenía que escribir. Empecé a contar la historia de Alicia y el conejo blanco salió. Quería sentirme libre, cruzar el umbral de la puerta. Quería ser Dios.

Y volar. Yo sola.
Aparté a un lado a mi padre. Me cansaba pensar en él. Desde que recuerdo me había provisto de todo lo que necesitaba. Para qué darle más vueltas.
Si estás a punto de cumplir los 17 y con unos padres emperrados en sacarte del lado oscuro de la fuerza no necesitas más que voluntad para salir corriendo y entrar en otro mundo más motivador.

Así empecé a proyectar cómo iba a ser ese otro mundo.

Hasta el momento todo había sido perfecto. En el sitio en el que me refugiaba no había malos rollos. Como era un sitio hecho a medida podía permitirme el lujo de diseñarlo como me diera la gana. Pero yo sabía que los malos rollos son persistentes y cabezones y podían reubicarse, poco a poco, como una enfermedad maligna y contagiosa. Lo sabía porque me descubrí a mí misma infectada.

No he hablado de mis amigas.

La mancha comenzó ahí, y se fue extendiendo sin que yo me percatase de su poder invasor. Los primeros brotes no me hicieron daño, seguía instalándome en la inopia sin ninguna influencia externa. Era capaz de diferenciar las dos realidades y pasaba de una a otra sin prejuicios. Ellas estaban de mi lado y se ajustaron las tuercas aprovechando la oportunidad que yo les brindaba. Les mostré la otra cara del espejo y entraron conmigo.

Los problemas llegaron una noche de parranda en el Paseo Colón.

Mis padres me obligaron a salir y no tuve más remedio que cargar con Junior, el hijo de un amigo de mi padre recién trasladado a Sevilla. Creo que en realidad se llamaba Antonio, pero da igual. Fuimos a tomar algo a los kioscos del río: una coca-cola, un matarratas, un tiro en la nuca… Algo. El tío era un pelmazo de tomo y lomo. Sospecho que para hacerse el guay pidió un gintonic a las ocho de la tarde. De tankeray, por algo se hacía llamar Junior.

No puedo transcribir exactamente cómo se desarrolló el diálogo que nos llevó a alimentar un desprecio mutuo. Yo jugaba con ventaja, desde el mismísimo momento en que me obligaron a airearlo por esta ciudad que no conocía. Por mi parte, el tipo era un cretino; su único interés fue tener un sparring a mano para aguantar su verborrea.

Un imbécil guapo.

Al poco de empezar a beber llegó la peña al completo. Habían invitado a Mike y eso me molestó enormemente. No quería que me viera con el cretino.

Mike es el nuevo de clase. Había llegado a Sevilla acompañado de su familia. Venía de América, como el tomate, y se quedó para siempre; también como el tomate. Mike es el único amigo de esos años que me visita a menudo.  Y se lo agradezco, aunque en esos días pasara de mí como el pitbull de pimpinela.

Yo creo que todos arrastramos una larga y pesada cadena. Cargamos en la infancia con las insatisfacciones de nuestros padres a la par que vamos sumando las propias a lo largo de nuestra vida. Es como la rueda del infortunio que gira y gira sin parar, al mismo ritmo lento y opresivo. Hasta que algo llega y la disloca, ofreciendo por un instante otro orden, una cadencia diferente, agua para nuestras secas bocas.

En perpetuo estado de agitación física y mental me dejó Mike, el primer estímulo que sacudió mi particular rueda del infortunio. Pero nadie me había dado entradas para el club de las afortunadas, y el capullo de Junior fue el segurata que pateó mi culo y frustró las pocas posibilidades que tenía de colarme.

miércoles, 27 de septiembre de 2012 - Nunca pensé que volaría sin alas


Nunca pensé que volaría sin alas. Yo era uno de esos seres descoloridos con una vida cómoda y la esperanza de volverme invisible. Mis padres y mis amigos me lo daban todo; pero yo no quería nada, sólo dejar pasar el tiempo, dejarlo pasar len-ta-men-te. Acomodar mi latido al transcurrir del tiempo y quedarme presa de su inefable naturaleza.


En ese estar prendida de las horas hallé una belleza sobrenatural. Observaba el mundo en su totalidad, de una forma mucho más real que cuando me comunicaba con los demás. El silencio y la quietud me ofrecían la verdad que las prisas y la apariencia se empeñaban en ocultar. Mis amigas se volvían entonces más dulces, más afables, más accesibles; mis amigos sacaban a relucir un encanto que sus hormonas procuraban disfrazar. Los pájaros, los árboles del parque, las aceras y el asfalto, todo se volvía más armónico, como si procediera a escribirse de nuevo, a ajustar sus cuentas olvidando la rivalidad de su origen; incluso la maldad me revelaba su perfil más amable, su ansia redentora. La violencia reducida a la pasión de vivir, de sentir la grandeza de este mundo y de sus habitantes en un estado de gracia perpetuo, de perfección.

Hace unos meses algo cambió en mí. No voy a negar que desconocía los horrores del mundo. Tenía dieciséis años y la televisión mostraba a diario la crueldad, la injusticia, el horror, la abominación de un mundo llevado a rastras al desastre. Un día decidí exiliarme a mi propio mundo.

Mis padres no aprobaban mis horas muertas; su generación no les permitió perder ni un segundo de sus vidas. Había que ser productivo las veinticuatro horas del día, aún a costa de olvidarse de uno mismo, de los deseos más entrañables, de contemplar el paisaje y recrearse en su simetría, de atender una mirada amiga necesitada de alivio. Ellos corrían hacia adelante sin anudar los hilos sueltos.


Al principio, pensaron que me encerraba para tontear por internet, y se asomaban a mi habitación con una excusa cualquiera. Cuando comprobaron que la pantalla del portátil siempre mostraba la misma imagen y mis manos sujetaban mi cabeza en lugar de aporrear el teclado me llevaron al psicólogo.


Me habían pillado.


Mi madre es una histérica aficionada a los fenómenos paranormales. Aunque hubiera un centenar de razones que explicaran mi estado meditabundo delante de la pantalla del ordenador, ella me imaginó como la pequeña Carol Anne de Poltergeist. De alguna manera eso le procuró cierto alivio, la certeza de la existencia de aquellos mundos que intuía. Mientras mamá se convertía por fin en testigo directo de un suceso extraordinario, yo disfrutaba del salvoconducto a ninguna parte. Iba a mi bola.


Esos días previos al verano me recuerdan la odisea de Armand y Albert en La jaula de las locas, una de mis películas preferidas, quizás porque siempre me identifiqué con Val, el hijo traspapelado entre dos rimas disonantes. En mi casa se especulaba con dos teorías. Mi madre investigaba los efectos de los rayos catódicos en el cerebro y su relación con la teoría sixdimensional de Burkhard Heim, que sostiene la existencia de interacciones mutuas entre las fuerzas gravitatorias y la radiación electromagnética. 


La radiación eletromagnética, esa perra que me atacaba desde la pantalla del portátil, estaba siendo manipulada sin ninguna duda. ¿Por quién? Vete tú a saber; el primo de ET mismo. Mi madre dejó las pesquisas en ese punto, no necesitaba saber más, la evidencia mostraba una fuerza mayor a la que no había que desafiar.

Segunda teoría: “Tú lo que tienes es mucho cuento” –dijo mi padre; aunque no sé a ciencia cierta a quién se dirigió, si a la erudita en electrodinámica o a mí, la supuesta abducida.

Con estas deducciones y las visitas al psico dejaron correr el asunto.

Y con El viaje a ninguna parte de Enrique Bunbury. Yo había escuchado Carmen Jones por la radio y “son estos celos, del cielo hasta el suelo” me atrapó como una araña viciosa y temeraria que se pasea por el filo de la red. Mi padre me trajo el cd después de aguantar sesiones míticas de “son estos celos, del cielo hasta el suelo” a capella en la cocina, en el baño, en los pasillos, en el coche y hasta dormida, que seguro que soñaba con Carmen Jones, porque yo era ella, la de los andares especiales en el cuarto de estar y ellos, mis padres, los pelmazos que se arrancaban la camisa cuando sonaba algún flamenqueo, o tarareaban “bulería bulería,  tan dentro del alma mía, es la sangre de la tierra en que nací”. Y yo no amaba esta tierra, no quería participar en la devastación.

Enrique me gustaba. A mi padre le fastidiaba tanto canturreo en inglés. A lo mejor por eso me regaló el álbum de Bunbury.

Así comenzó mi verano de 2004, exiliada a ratos en el mundo que yo ansiaba habitar y privada de la libertad de convertir ese exilio en una ciudadanía por derecho. Aunque con música de fondo y psicólogo en la portada.

El tipo, después de varias sesiones, achacó mi pasotismo a una crisis existencial corriente y moliente. Mi comportamiento desproporcionado e inconstante se debía a la búsqueda de mi propia identidad, por eso intentaba exasperar a mis padres hasta el límite de sus fuerzas. Un problemilla de autoestima también era probable. Supongo que llegó a esa conclusión después de repasar con cara de asco los granos que se aferraban a mi cara, y pasar una hora completa con mis padres constatando sus niveles de adrenalina.


Entre todos decidieron que mi terapia iba a ser más larga que la mili de Rambo, y fue cuando decidí hacer bien los deberes y buscar carnaza con la que alimentar la batería de sesiones que me iba a chupar.

Empecé con mi padre: su primera imagen, el primer recuerdo. Aquí empezó a clarear la oscuridad; aunque esto lo supe mucho más tarde.


Estoy en el aeropuerto de Sevilla, me acompaña mi madre. Si no me equivoco, debo tener tres años. Más atrás me resulta imposible recapitular. Mi madre me está contando que papá es piloto de aviación cuando aparece él, como una sombra en aquella especie de vestíbulo inmenso, sin equipaje, sin gorra y sin uniforme azul. Pero viste elegante, como un caballero de película, con un abrigo largo de color miel y con sombrero. En su rostro resalta un bigote negro y espeso. Viene caminando pausadamente hacia nosotras. Mi madre me coloca en el suelo y me empuja para que corra a su encuentro. Obedezco, él se arrodilla, me coge entre sus brazos y me eleva girando hacia el cielo.


Ese fue mi primer vuelo.


Después, tomamos un taxi y nos vamos a casa. Vivimos en la Plaza de la Contratación, en una casa larga y oscura, de dos plantas, con un patio interior repleto de vegetación y algunos árboles. El patio linda con el muro del Alcázar de Sevilla; a los pies hay un parterre abarrotado de calas. Mi padre me hace un columpio en una de las ramas del árbol más viejo y más alto, un olmo enorme.

Entonces caigo que aquel fue el primer recuerdo que tengo de mi padre.